Expirado
Atrio2

P. Ignacio Navarro, autor de “Últimas inquisiciones. Borges y Von Balthasar recíprocos”.

Si rasgaras el cielo y descendieras (Is. 63, 19b)

Todo poeta trata de ir más allá de lo obvio. No todos lo consiguen. Los que lo logran establecen, por medio de la palabra, un sentido justo y apropiado para cada cosa que, en virtud de esa palabra que la desentraña, aparece cierta e innegable.

Eso es, en parte, la poesía: una de las mejores maneras de decir la verdad. Y la belleza es, en cierto sentido, una posesión de la verdad sin esfuerzo. Hasta los objetos más simples y comunes se muestran en su singularidad irrepetible, sin que se haga necesaria ninguna razón externa que los justifique o demuestre, ya que la palabra poética los ha tornado evidentes.

Así lo dijo Rilke:

Estamos aquí tal vez para decir: casa,

puente, vertiente, puerta, cántaro, árbol frutal, ventana,

todo lo más: columna, torre... pero para decir, compréndelo,

para decir así, como las mismas cosas

nunca en su intimidad pensaron ser.[1]

Y muy parecido lo dijo Claudel:

He encontrado el secreto; sé hablar;

si lo deseas, sabré decirte lo que cada cosa desea decir.[2]

Borges también. Palabras inmediatas, afines:

...el olor del jazmín y la madreselva,

el silencio del pájaro dormido,

el arco del zaguán, la humedad

―esas cosas, acaso, son el poema―.[3]

Y en otro lugar:

Quiero volver a las comunes cosas:

el agua, el pan, un cántaro, unas rosas...[4]

El poeta confía en lo singular, en la vitalidad de lo frágil. También, con moderación, en la posibilidad de nombrarlo; confía en la mención.

Pero hay poetas que, sin abandonar lo anterior, dan un paso más: cada cosa les habla de todas las cosas, de sus secretos vínculos:

Soy ciego y nada sé, pero preveo

que son más los caminos. Cada cosa

es infinitas cosas. Eres música

firmamentos, palacios, ríos, ángeles,

rosa profunda, ilimitada, íntima,

que el Señor mostrará a mis ojos muertos.[5]

Aquí el poeta confía además en los símbolos, en un cierto decir de las cosas más allá del lenguaje, en la posibilidad de evocar y de convocar en el poema, en lo dicho, lo no dicho, en la capacidad de acoger y de albergar misteriosas presencias y sutiles relaciones; confía en la alusión.

Por fin, algunos poetas comienzan a presentir en estas cosas una reunión y empiezan a ver en ellas, en cada una, en su todo en el fragmento, un mundo, un cosmos, una multiplicidad sin discordia, que requiere también de una palabra capaz de comunicarla. Hay un humus que hace ser y sostiene a todas las cosas. ¿Cómo decirlo?

Dejar un verso para la hora triste

que en el confín del día nos acecha,

ligar tu nombre a su doliente fecha

de oro y de vaga sombra. Eso quisiste.

¡Con qué pasión, al declinar el día,

trabajarías el extraño verso

que, hasta la dispersión del universo,

la hora de extraño azul confirmaría!

No sé si lo lograste ni siquiera,

vago hermano mayor, si has existido,

pero estoy solo y quiero que el olvido

restituya a los días la ligera

sombra para este ya cansado alarde

de unas palabras en que esté la tarde.[6]

... unas palabras en que esté la tarde. Este anhelo acompañó a Borges en una figura que recurre en toda su obra: el crepúsculo. Tanto el de la mañana como el de la tarde, pueden ser un lugar de revelación: no se ve cada cosa, se adivinan todas, se ve el ser. No es extraño que él haya tratado esto, con segura perseverancia, desde su primer libro, en el poema titulado Amanecer, hasta en su último libro, en la poesía La tarde.

... unas palabras en que esté la tarde. ¿Hay algo en lo que decimos?[7]

Se ha dicho (y yo, ahora, pasado el tiempo y las lecturas, tengo por opinión propia y convencida) que detrás de cada gran obra, acuciando y alentando cada obra de verdadera importancia espiritual,  suele haber una sola pregunta. También hay otras, por supuesto, pero que más bien aparecen como satélites de la dramática pregunta central. Cada obra relevante, de modo más o menos explícito o insinuado, quiere aproximarse a la posibilidad de resolver qué es aquello que no ha de quedar inexpresado. La respuesta a esa inquietud se origina y se apoya en la pregunta que animará a toda la obra y le irá imponiendo una determinada forma.

Ahora bien, ¿qué pregunta subyace a la obra de Jorge Luis Borges? Lo que ahora diré es ciertamente discutible, pero yo tengo para mí que esta pregunta es una de las más enormes que se hayan levantado en la Literatura. La formularé así: ¿habrá la Palabra, Una y Única, capaz de contener, pronunciar y producir la totalidad de la realidad bella, simultáneamente?

Y aquí es donde Borges ha dado su paso quizás más audaz: no se trata sólo de la palabra que menciona, que celebra o establece a cada cosa; tampoco de la palabra que ve en cada cosa a todas y las alude; ni siquiera de la palabra que da cuenta del magma que hace ser a las cosas en este mundo y trata de poseerlo en la voz poética. Debe haber, más allá, una palabra capaz de dar razón de todas las anteriores. No son sólo unas palabras en que esté la tarde. Se trata de algo más.

En el cuento “La escritura del Dios”, Tzinacán, el mago de la pirámide de Qaholom, dice:

Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.[8]

De manera que ya no es sólo la propia palabra personal, sino una palabra que la excede, una palabra a la que se busca y anhela, una palabra otra y trascendente.

Es trascendente porque es más que todo, mundo, universo. Es trascendente porque en ella no sólo está la belleza sino la causa de la belleza; no sólo están ahí todas las voces sino su vertiente, la fuente. Es el fundamento, es la palabra asociada al todo, a lo definitivo y al destino de la forma humana.

No es, pues, de extrañar, que Borges imagine la aparición de esa palabra a la manera de un juicio, en su poema “Mateo XXV, 30”:

El primer puente de Constitución y a mis pies

fragor de trenes que tejían laberintos de hierro.

Humo y silbatos escalaban la noche,

que de golpe fue el Juicio Universal. Desde el invisible horizonte

y desde el centro de mi ser, una voz infinita

dijo estas cosas (estas cosas, no estas palabras,

que son mi pobre traducción temporal de una sola palabra):

─ Estrellas, pan, bibliotecas orientales y occidentales,

naipes, tableros de ajedrez, galerías, claraboyas y sótanos,

un cuerpo humano para andar por la tierra,

uñas que crecen en la noche, en la muerte,

sombra que olvida, atareados espejos que multiplican,

declives de la música, la más dócil de las formas del tiempo,

fronteras del Brasil y del Uruguay, caballos y mañanas,

una pesa de bronce y un ejemplar de la Saga de Grettir,

álgebra y fuego, la carga de Junín en tu sangre,

días más populosos que Balzac, el olor de la madreselva,

amor y víspera de amor y recuerdos intolerables,

el sueño como un tesoro enterrado, el dadivoso azar

y la memoria, que el hombre no mira sin vértigo,

todo eso te fue dado, y también

el antiguo alimento de los héroes:

la falsía, la derrota, la humillación.

En vano te hemos prodigado el océano,

en vano el sol, que vieron los maravillados ojos de Whitman;

has gastado los años y te han gastado,

y todavía no has escrito el poema.[9]

Por eso, a lo largo de la obra de Borges, mientras se intenta el poema, también, a la vez, la peregrinación en pos de esa palabra trascendente será constante. Muchos poemas de  Borges evocan esa palabra. También en la estructura de varios cuentos se hace evidente este camino. Justamente: varían los temas, pero esa estructura permanece. Quizás el relato emblemático en este sentido sea “El acercamiento a Almotásim”. Ya lo sabemos: un estudiante, en Bombay, se ve envuelto en una serie de peripecias y debe esconderse entre personas abyectas. Entre todas ellas hay un hombre, también ruin, en quien el joven cree ver la revelación del sentido de su existencia. El texto lo refiere así:

...el estudiante incrédulo y fugitivo que conocemos, cae entre gente de la clase más vil y se acomoda a ellos, en una especie de certamen de infamias. De golpe -con el milagroso espanto de Robinson ante la huella de un pie humano en la arena- percibe alguna mitigación de infamia: una ternura, una exaltación, un silencio, en uno de los hombres aborrecibles. Fue como si hubiera terciado en el diálogo un interlocutor más complejo. Sabe que el hombre vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que éste ha reflejado a un amigo, o a un amigo de un amigo. Repensando el problema, llega a una convicción misteriosa: En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa claridad. El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo.[10]

Luego de años de enorme derrotero, llega a su meta y queda ante una puerta. Llama. Llama golpeando las manos; ya no habla. Entonces se oye la inconcebible voz de Almotásim. Luego, una cortina se corre para que podamos pasar y el cuento termina. (El cuento referido por el narrador; porque es un cuento dentro de un relato.)

Señalemos algunos cuentos con una estructura análoga: “La escritura del Dios”[11], “El etnógrafo”[12], “Tigres azules”[13], “El milagro secreto”[14]. Lo que se asoma e insinúa al final ya no depende del esfuerzo humano, aunque lo suponga. Se ha llegado ante la posibilidad de asistir a la palabra capaz de pronunciar lo inefable. Por eso estos relatos terminan en el silencio. Pero aquí hay que aclarar algo importante: no es que se postule al silencio por sí mismo como meta. Se trata de callar con ocasión de la palabra. No es que se llegue hasta “un silencio”; es que hace silencio el protagonista. Calla, para abrir el espacio en el cual acaso esa anhelada palabra única se diga a sí misma. A lo que se llega es a la palabra. Bien que a una palabra que excede la pronunciación del poeta; pero palabra que, aunque él no pueda decir, puede convocar o aludir.

Pero es también importante señalar aquí otro elemento en lo que se refiere a la estructura de estos relatos: todos los esfuerzos de los peregrinos y sus búsquedas tienen sentido porque aquella palabra total que se insinúa, desciende. En el caso de “El acercamiento a Almotásim”, lo que se plantea es que el mundo participa gradualmente de la perfección a la que se aspira. Es una suerte de “vía de eminencia”, de camino de ascenso por una creciente belleza, que en cada peldaño deja entrever el siguiente y sospechar el último. Se hace patente la finalidad. También la búsqueda de Tzinacán es posible porque a su ascenso corresponde un descenso: la “rueda altísima”, el “resplandor de arriba”, la visión que por fin se le ofrece. En el final de “Tigres azules” hay una aparición: el mendigo que dice he venido. Antes se había dicho: las piedras son de arriba; y eso lo había dicho un anciano con una voz que no era la suya. Lo “de arriba”, lo “altísimo”, inexplicablemente se esboza aquí abajo.

Esa voz, esa palabra, está del otro lado, es de otro lado. Como en “El acercamiento a Almotásim”, o como en algunos poemas: en la ya citada rosa que el Señor mostrará a mis ojos muertos; o, como en “Everness”[15], en los dos últimos versos: sólo del otro lado del ocaso / verás los Arquetipos y Esplendores.

Pero este “estar del otro lado” no es una clausura de esa palabra; por el contrario, hay una constante invitación al poeta para acercarse, intuirla y labrar la voz propia con los ecos que ella va suscitando. Inspiración.

No es, entonces, una clausura. Uno de los elementos más originales de la poética de Borges es, pues, concebir la trascendencia también como una simultánea “descendencia” a través de la cual lo inalcanzable se participa[16]:

La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.[17]

Años después insistirá, de modo quizás menos intenso, en una forma más lírica:

Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música.[18]

¿Qué es lo que es intraducible pero indudablemente es? ¿Cuál es la revelación que no se produce pero que es inminente? Borges se maneja en un umbral: lugar de luz (lumbral) y a la vez de sombras (umbra), lugar penúltimo al que se llega por los propios medios, pero que requiere luego detenerse, quedar en estado de deseo y de espera, hasta ser invitado a pasar. Lo que está más allá, adentro o del otro lado, es del “dueño de casa”, del “señor del misterio”.

Borges supo esto constantemente, y su obra se inclina o eleva en ese sentido, con una suerte de teotropismo, con una clarividencia que ningún asunto podía ensombrecer. Uno de los capítulos de su libro Evaristo Carriego termina así: ...nos hemos acercado a la metafísica: única justificación y finalidad de todos los temas.[19] Y es así que, en medio de “todos los temas”, Borges siempre estuvo atento a las grandes verticales de sentido, a la trascendencia que se instala en la palabra de todo gran poeta.

Pero, ¿qué es, quién es, en qué se verifica un gran poeta? Principalmente, en el hecho de haber legado un inmenso don que muy pocos pueden ofrecer: palabras que permiten decir algo que antes era imposible. (Todo gran poeta tiene algo de inaudito y de inaugural.) Hombres como Borges viven vicariamente las vidas de los demás. La poesía la sentimos todos. Simultáneamente, sentimos que no se puede decir. Llega el poeta y la dice, y nosotros experimentamos la certeza de que, si hubiéramos podido decir eso, lo hubiéramos dicho exactamente así. Se nos ha manifestado, con la consiguiente alegría y libertad que eso provoca, que algo mudo en nosotros ahora puede ser expresado.

¿Qué es lo nuevo que se puede decir después de Borges? Además, con el aditamento de su universalidad única. ¿Qué hace que cualquier hombre, de cualquier cultura, de cualquier lengua e incluso dialecto, una vez iniciada la lectura de Borges, persista en ella más allá de otras lecturas? ¿Qué fue lo que Borges dijo y que todos los hombre necesitaban oír? ¿Qué escribió que le hacía falta a todo el mundo? Imposible decirlo a ciencia cierta; es un dato que se excede a sí mismo. Pero lo cierto es que Borges toca en el lector una cuerda interior definitiva, un lugar al que es imperioso llegar, y al que parece que no se puede acceder salvo por la palabra del poeta argentino. Ese “lugar” no puede quedar inexpresado, pero hacía falta un don, una inspiración superior para decirlo, y no es imposible reconocer esa cualidad única en Borges. Abrió, desde una profundidad rica y secreta, un estilo de belleza, inteligencia y sentido que nos ha renovado y mejorado.

¿Qué dice ese lenguaje nuevo y mejor? Tal vez si existirá o no aquella Palabra, forma de todas las figuras. Eso que Borges llamaba el “Verbo hacedor”[20], el Verbo poietés, poeta, creador, hacedor pero con palabras, un Verbo que desde siempre haya quebrado el silencio de la nada. Un cosmos. ...una voz infinita / dijo estas cosas (estas cosas, no estas palabras, / que son mi pobre traducción temporal de una sola palabra).

No hay ingenuidad en Borges, pero sí inocencia: una palabra original, pobre y genial como la de un niño adámico, no arrancada todavía de su singularidad ni sofocada por capas de sintaxis secundarias; algo del lenguaje anterior a la caída.

¿Qué dice ese lenguaje nuevo y mejor?

La primera respuesta es, inevitablemente, tautológica: ese lenguaje nuevo y mejor sólo se dice en la poesía de Borges; su literatura es ese lenguaje. Sencillamente, hemos de volver a su obra para que ella diga eso inaudito a lo que ahora podemos asistir.

Pero también es evidente que ese lenguaje ha modificado a quienes lo han leído o escuchado, y que algo acerca de esa modificación puede ser dicho.

Hay un verso de Saint-John Perse que dice así: Pero ¿qué es, oh, qué es eso que en todo, de repente, falta? Borges parece haber acercado una posible respuesta a esa hermosa y desgarradora línea de Saint-John Perse. Porque Borges transformó la ausencia en inminencia, lo intangible en innegable.

Ante esto, gracias a Borges, la tensión infructuosa de un deseo desbocado hacia lo inalcanzable se torna apertura serena que aguarda el Don.

Detengámonos aquí. No se puede traducir la literatura de Borges, transponerla a sus efectos. Pero la sabemos y la sentimos asociada a una forma de esperanza, a esa rosa ilimitada que el Señor mostrará a mis ojos muertos, a una suerte de nueva e inédita alegría que surge en nosotros y penetra en esa misteriosa síntesis de cordialidad e inteligencia a la que llamamos sensibilidad.

[1] Rainer Maria Rilke. Elegías de Duino. Ediciones Cátedra. Madrid, 1993, pág. 112.

[2] Paul Claudel. Cinco Grandes odas. Siglo Veintiuno Editores. México, 1997, pág. 14.

[3] Jorge Luis Borges. Obras completas, vol. I (OC.I). Emecé Editores. Buenos Aires, 1974, pág. 19. Del poema “El Sur”, del libro Fervor de Buenos Aires.

[4] Jorge Luis Borges. Obras completas, vol. II (OC.II). Emecé Editores. Buenos Aires, 1989, pág. 492. Del poema “Góngora”, del libro Los conjurados.

[5] OC.II, pág. 116. Del poema “The Unending Rose”, del libro La rosa profunda.

[6] OC.I, pág. 900. Del poema “A un poeta menor de 1899”,  Del libro El otro, el mismo. (1899. Es decir, se trata de Borges.)

[7] George Steiner. Subtítulo de Presencias reales. Ediciones Destino. Barcelona, 1991.

[8] OC.I, pág. 598. Del cuento “La escritura del Dios”, del libro El Aleph.

[9] OC.I, pág. 874. Del poema “Mateo XXV, 30”, del libro El otro, el mismo.

[10] OC.I, pág. 416. Del cuento “El acercamiento a Almotásim”, del libro Historia de la eternidad.

[11] OC.I, pág. 596. Del libro El Aleph.

[12] OC.I, pág. 989. Del libro Elogio de la sombra.

[13] OC.II, pág. 381. Del libro La memoria de Shakespeare.

[14] OC.I, pág. 508. Del libro Ficciones.

[15] OC.I, pág. 927. Del libro El otro, el mismo.

[16] Como nota al pie, podemos enunciar un asunto sobre el cual Borges volvió muchas veces y que aquí no podemos tratar: la inspiración, todo un capítulo para estudiar en la concepción borgeana de la construcción de su literatura. Es posible al poeta la pronunciación de una palabra personal muy alta, que bien puede ser participación de una palabra superior. Sólo participación; a la palabra superior es posible acceder solamente si ella se pronuncia a sí misma. No obstante, el fenómeno de la participación, de la inspiración, resulta un hecho fascinante: ocurre una palabra acerca de la cual el poeta puede decir “mía”, y que sin embargo excede la capacidad de haberla pronunciado. (Borges tocó este tema en algunos de los prólogos a sus libros de poesía, y también en muchas conversaciones y entrevistas que hoy están publicadas.)

Y ya que hoy, en este ámbito, estamos haciendo referencia a una perspectiva teológica, no estará de más dejar anotado, como complemento a lo que acabamos de enunciar acerca de la inspiración, que el aspecto de la obra de Borges que ve a la trascendencia también como “descendencia” es inimaginable fuera de un universo mental que no haya dado cabida al ethos bíblico. Es un hecho cultural que cabe señalar. No en vano Borges tiene dos poemas titulados “Juan 1, 14”, que es el versículo del prólogo del evangelio de Juan donde leemos: Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Existe, en la obra de Borges, una pregunta por lo que pudiera ser una palabra divina humanizada.

[17] OC.I, pág. 635. De “La muralla y los libros”, del libro Otras inquisiciones.

[18] OC.I, pág. 521. Del cuento “El fin”, del libro Ficciones.

[19] OC.I, pág. 147. De “El truco”.

[20] OC.I, pág. 360. En Historia de la eternidad, II.